Tengo la gran suerte de haber vivido una infancia muy, muy feliz. Rodeada de hermanos, primos y amigos con los que, a la salida del cole, jugábamos en mogollón. Cada día le tocaba a una casa darnos la merienda: bocadillo, ¡y a la calle!.
Nací en el mismo domicilio en que el que vivía mi familia, mi madre se empeñó. Yo era la segunda (según mi abuela tenía que haber sido niño) y, como con mi hermana mayor no había tenido una buena experiencia en el parto en el hospital, de ahí la decisión. ¡Pobre mía!, con mi hermana posterior, ¡volvió a parir al hospital!. Y la cosa no era para menos: ¡dos días de parto!. ¡Que nada, que parece que o estaba muy cómoda en el vientre de mi madre o es que era demasiado tímida!.
Al nacer (siempre me lo recordaba mi abuela materna, ¡más
manchega que las mujeres de “Volver” de Almodóvar!) ¡era espantosa!: tres kilos
y medio de color rojo, sin parar de llorar. Lo del color lo sigo conservando.
Por dos motivos: soy tan blanquita que he de tener cuidado con el sol y porque
mis tendencias ideológicas son de dicho color (aunque como dice el antiguo dicho
para ciertas ideologías: ”te jooo..robas, que la sangre la tienes roja &rdquo ).
El estar los peques en la calle en aquellos años era lo habitual. Menos gente, menos tráfico, mayor solidaridad con el vecino, menos problemas, que, con el transcurrir del tiempo, no sólo en una gran ciudad como Madrid, sino en cualquier parte del mundo, se han ido dando, etc.
No me cansaré de decirlo, ¡no cambio mi niñez por ninguna, ni por la de una pequeña infanta sobremimada!. Todo el amor que recibí, sobre todo gracias a mis padres, ¡es impagable!.
Y por hoy lo dejo, buenas noches.