Apenas
cumplidos los nueve años la familia tuvo que trasladarse. Abandonamos
el hogar en el que había nacido y el barrio en cuyas calles había sido
tan feliz. No lo recuerdo sin embargo como algo traumático; al fin y al
cabo nos íbamos a una zona mejor, un piso más amplio y con buenas
expectativas. Además, si la memoria no me falla también la mudanza fue
una gran experiencia ya que gran parte de la familia nos ayudó y el
nuevo piso tenía dos enormes terrazas que fue lo primero que captó mi
atención.
Habíamos dejado el barrio de siempre, en el que todavía
seguía intentando mantener su imprenta mi padre, para ir a vivir a un
lugar hasta entonces desconocido: Alcorcón.
La localidad de
Alcorcón tiene muchos encantos, además de no encontrarse a demasiada
distancia de Madrid ciudad, aunque, en aquellos años no debemos de
olvidar que las comunicaciones no eran las actuales.
El depender de
un único medio de transportes: la línea regular de autobuses -autobuses conocidos como "las blasas", haciendo
alusión a la empresa que la gestionaba- que
comunicaban la ciudad (y siguen comunicando, con mayor número de líneas, y en la
actualidad con el añadido de trenes de Cercanías y también del famoso
Metro Sur) de Alcorcón con Madrid capital, unido al
momento en el que me refiero, momento en el que la expansión hacia las
"nuevas ciudades dormitorio" era tal que se construía con bastante
ligereza, obviando los servicios y las infraestructuras necesarios para
los nuevos habitantes, ocasionó que la nueva vivienda no fuera sino un
hogar de paso, pues en menos de un año mis padres decidieron vender el
piso por ellos estrenado para regresar de nuevo a Madrid ciudad, al
extremo más próximo de Madrid con respecto a Alcorcón, pero, en
definitiva, volver de nuevo, adquiriendo otro piso con la venta del
recién comprado.
De aquellos meses de vida en Alcorcón quedan muchas
anécdotas. La principal: que no pudimos
ingresar en ningún colegio
público -pues eran muy pocas las plazas para la gran demanda de nuevos
niños que llegaban a la localidad- y mis padres no podían costear lo
que solicitaban los privados, máximo teniendo en cuenta la grave
situación económica que atravesábamos pues, como ya he indicado, el
negocio de la imprenta iba a peor, ocasionado, entre otros, por la
trágica muerte poco tiempo atrás del hermano de mi padre, Jesús, que no
sólo le había animado a montar la imprenta, sino que procura compaginar
su trabajo con el de comercial para poder captar nuevos clientes, facilitando de este modo el que mi padre pudiera dedicarse prácticamente
a las tareas específicas de producción o internas del taller; a esto
hay que sumarle que empezaban a aparecer otros tipos de maquinaria que
estaban permitiendo a las imprentas que las adquirían una reducción en
el precio final, algo con lo que mi padre no podía competir pues su
trabajo era más artesanal.
Por lo que a falta de tener que ir a clases, ¡las tres hermanas nos lo
pasamos pipa!, sin colegio -aunque tuvíeramos que dedicar cada día un
tiempo para no olvidar lo aprendido- y además coincidiendo con las
fiestas de Alcorcón, ¡aquellos meses fueron una verdadera jauja de
desmadre!. Fueron las primeras "escapadas" del control de nuestros
padres (en el caso de las dos mayores, mi hermana menor seguía siendo
demasiado pequeña), habíamos hecho amistad con los vecinos de los
nuevos edificios y al tener niñas con edades semejantes teníamos el
consentimiento de nuestros progenitores para quedarnos al cuidado de
las otras mamás y poder bailar y jugar en la Plaza Mayor al son de la
orquesta que esa noche tocara, a la vez que descubrimos otra forma de
vecindad: nuevos barrios, con gente emigrante de provincias y con las
mismas pretensiones de poder conseguir unos barrios más dignos con el
mínimo de elementos o servicios para poder llevar una vida completa en
esas nuevas residencias.
Sin embargo no podrán olvidarse, a pesar
del desmadre de aquellos meses en los que estábamos más en la calle o
jugando en el portal con las vecinitas que en la propia casa,
otros momentos no menos tiernos del primer hogar. Cómo no recordar un
juego creado para "asustar" a la peque: consistía en que tanto mi
hermana mayor (que solía ser la inventora de los nuevos juegos) como yo
misma, para presionarla ante una "mala actitud", la llevábamos, no sin
sus protestas por supuesto, "al teléfono del conde Drácula". Dicho
teléfono -imaginario, sí, pero siempre efectivo- estaba ubicado en un punto concreto
de una de las paredes del salón. Entonces estábamos muy habituadas a
ver películas clásicas del gusto de papá y, entre ellas, las de los
mitos del cine de terror. En este caso lo curioso es que no sólo no
le "afectó" a la pobre aquel tormento a la que la sometíamos (pues
hasta que no respondía por el supuesto teléfono -aproximando su carita
para que Drácula la escuchara bien- que "se iba a portar bien e iba a
ser buena" no cesaba la presión sobre la pobre) sino que con los años se convertió en una entusiasta de las
películas de terror de cualquier tipo, incluyendo las de vísceras o las
de terror sutil, afición que conserva y que ha transmitido a sus hijos.
También anecdótico mi miedo, en el cine de verano de aquel barrio idealizado, cuando asistíamos a ver una película de los Hermanos Marx con el bocata de tortilla de patatas, las pipas y la bebida. Y era aparecer el mudo Harpo, tendría poco más de tres años pero lo recuerdo y lo hemos comentado muchas veces, y empezar a llorar asustada ante sus exageradas gesticulaciones -quizás podría ser la explicación-, para lamentación de mi padre que tenía que llevarme en brazos fuera de la zona de proyección hasta calmarme y luego regresar, habiendo perdido parte de la película que seguramente la había visto un montón de veces, como las de Keaton y las de Charlot, aunque no le debía hacer mucha gracia el dejar de disfrutarla de nuevo. Por eso a menudo se relevaban él y mamá cuando la escena del "temido" Harpo llegaba. En mi mente quedó durante mucho tiempo en forma de pesadilla una escena en la que Harpo se descuelga por una cuerda, gesticulando, ¡cómo no!, sin parar.
La imaginación de mi hermana mayor podría considerarse ciertamente
"maquiavélica" pues cuando sólo éramos ella y yo, con apenas dos años de
diferencia, ya jugaba a cosas tales como el "escóndete, Sina, en el
armario y no debes de hacer ruido alguno hasta que yo te diga, luego me
escondo yo", ¡éramos muy pequeñas! aunque eso no quita mi obediencia
absoluta hacia su propuesta hasta llegar en cierta ocasión prácticamente a
asfixiarme antes que dejar que me "encontraran"; menos mal que mamá a base de preguntas y un ligero ruido de mis nudillos ya completamente atolondrada como para responder dónde estaba llegó a tiempo a "rescatarme". Apenas tenía los tres
años, pero, con muchas risas, todavía hoy recuerdo aquellos juegos en
aquellas esquinas, en aquellos rincones de la casa en la que nací.
Después, cuando se hizo la segunda mudanza, al regresar a Madrid nos
encontramos con otra situación y hubo que adaptarse al nuevo lugar y
hacer nuevas amistades con nuevos hechos y anécdotas que contar. El
principal de ellos, el nacimiento del pequeño. Pero eso mejor se queda
para otro día (o noche).